Miércoles, 08 Marzo 2017 16:57

UMBRAL

Escrito por  Sofía Anacoreta
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Dueño de su propio negocio, dedicado a la compraventa de objetos antiguos, era un hombre alto, atlético, y bien parecido en opinión de muchas mujeres. Aún soltero. A pesar de que en asuntos femeninos nunca había tenido ningún problema, éste,  él  pensaba, se encontraba en su corazón….con tantos departamentos para amar.

Pasaba sus días detrás del mostrador, en donde atendía a los clientes de un lujoso barrio de la ciudad, cerca de los grandes corporativos. Con una snob cafetería como vecina de local, diario veía pasar el desfile detrás de los ventanales: hombres de negocios con celular en mano dictando órdenes, mujeres ejecutivas con ropa de diseñador, y uno que otro vecino paseando a perritos nerviosos que poco disfrutaban de la caminata.

Vivía aburrido de la monotonía de las personas que incursionaban en su calle para llegar a los rascacielos, hasta que un día, algo en la homogeneidad llamó su atención. No es que fuera la mujer más hermosa que hubiera visto,  simplemente sus miradas se encontraron en el momento en el que ella aminoró su rápida carrera para cruzar a la otra acera, y él vio, detrás de aquellos grandes ojos castaños, algo que le hizo sentirse diferente. Se quedó paralizado, mientras ella giraba la cabeza al otro lado y continuaba con su camino, ignorando casi por completo ese encuentro que, a él, lo había dejado perplejo.

Pasó el día esperando a que  ella retornara por la vía que había utilizado en la mañana, guardaba la esperanza de verla pasar, entrar a la cafetería y comprar un té. Sin embargo, nada ocurrió. La tarde acabó, las oficinas cerraron, sólo algunos quedaban dispersos con café en mano, y no hubo rastro de ella. Consternado y confundido aún, cerró la tienda y se dirigió a casa, tenía una extraña sensación, no podía dejar de pensar en esa mirada, y peor aún, ignorar el efecto que ésta había tenido sobre su persona.

La mañana siguiente llegó rápido. Se levantó un poco más temprano que de costumbre y se acicaló más de lo normal. Ropa formal, loción extra y esmero en el peinado. Después del desayuno se dispuso a verla nuevamente, su cabeza daba vueltas dilucidando cómo atraer su atención de alguna manera. 

Y ocurrió, a las nueve en punto, ahí estuvo otra vez. Caminando rápidamente para llegar a su labor diaria, vestida con un elegante traje sastre de color ocre, zapatos de alto tacón y un enorme bolso colgando del brazo. Él sintió la emoción del reconocimiento, pero el encuentro no se repitió, ella no volteó hacia la puerta, y menos aún, notó al refinado hombre, que adentro, la observaba embelesado. 

Su decepción fue grande, y su ego, herido. Por la tarde, mientras pasaba los cerrojos a la puerta de herrería, no dejaba de preguntarse cómo podía haberlo ignorado si con las demás todo el día había sido un éxito rotundo. Insatisfecho, se mantuvo despierto y cavilando al respecto por la noche; nunca se había sentido tan indiferente a los halagos femeninos y, reflexionando la situación, menos a causa de una mirada. Después de darle vueltas inconclusas en su mente, decidió ignorar lo que había sentido y lo había mantenido insomne, se convenció de que seguramente todo era producto de su imaginación. 

Era el tercer día después de aquella mañana sorprendente. Llegó al trabajo sin ilusiones y de mal humor, y sin esperarlo, apareció nuevamente, esta vez, ella detuvo su caminar casi enfrente del local al momento en el que, el libro que traía en la mano cayó sobre la banqueta. Cuando se inclinó a recogerlo, fue el instante en el que todo ocurrió otra vez, él no pudo evitar  voltear a verla, y ella, ahora, al sentir la mirada, clavó la suya en él; en un momento casi increíble, creyó ver el reconocimiento que tanto esperó el día anterior. Se quedaron así por unos segundos, aguantando, hasta que ella no pudo más y volteando la cara, se incorporó rápidamente y continuó su veloz camino.

En este punto, ya no tuvo más dudas, definitivamente no había sido un espejismo, y la indiferencia que ella había prodigado, se esfumó en ese momento en el que estuvieron extrañamente conectados otra vez. Fue un día feliz, aunque ignoraba si el efecto que evidentemente había tenido en ella, si la mantenía en el mismo estado, si estaba pasando por lo mismo que a él le ocurría.

Se llamaba Mina y trabajaba en un corporativo de publicidad. Una trigueña delgada inexplicablemente atractiva para los hombres, no espectacularmente bella. Estaba en un momento complicado de su vida: recién comprometida.  La organización de la boda era algo que la había mantenido ocupada todo el tiempo, el anillo, el vestido y la recepción la habían absorbido por completo, hasta ese momento en el que su cerebro fue invadido por la imagen del hombre desconocido de la tienda de la esquina. No sabía explicar lo extraordinario del momento de esa primera mirada y el efecto que había tenido en ella.

Se había esforzado en ignorarlo, sin embargo  todo se había echado a perder esa mañana, ahora se encontraba dispersa y distraída; cuando el libro se cayó frente a sus pies y casi en la entrada de la galería, maldijo para sus adentros la oportunidad del acontecimiento. Trató de no voltear al interior del establecimiento, pero no pudo evitarlo. Cuando lo hizo, se encontró frente a frente con esos  ojos, lo volvió a sentir y estuvo segura de que, lo que vio en su mirada, era justamente lo que él veía en los suyos. Se levantó con la seguridad de la identificación plena, y a su pesar, feliz,  siguió su camino.

A partir de entonces, la planificación matrimonial dejó de interesarle; vivía cada mañana para verse lo más hermosa al pasar frente a la puerta de la tienda. Seguía sin voltear a verlo, y sentía cada vez su mirada clavada en la espalda. Ambos sabían que lo que habían sentido sobrepasaba los límites de la realidad y la cordura.

Él, por su parte, estaba seguro de que ya no le importaba nadie más, sus listas de amigas dispuestas y noches de juerga pronto fueron ignoradas, y se levantaba cada día con la esperanza única de verla al pasar.  Era un divertido juego de silencios y miradas. Cada uno amanecía con su propia ilusión, que veían recompensada en el momento del encuentro. A pesar de que no habían cruzado palabra aún, se sabían juntos y se reconocían. Uno y otro, a cada lado del umbral.

 

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