Sábado, 06 Febrero 2016 18:49

Un país seducido por la violencia

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Es de suponerse, o tiene algún grado de lógica, que luego de tantas décadas secuestrados por la violencia, nuestro país cayera en una especie de síndrome de Estocolmo en un nivel colectivo, el cual nos lleva a pensar que la situación de violencia en la que estamos envueltos tiene algún nivel positivo.

Con un alto grado de preocupación he visto cómo la idea de una matanza de pandilleros se propaga, como una epidemia, en redes sociales. Hasta en la más cotidiana de las conversaciones, se ha vuelto común celebrar con palabras y gestos cuando se informa de la muerte de cualquier persona que esté remotamente vinculada a la actividad de las pandillas, a mayor número mayor la celebración.

Las mentes más aturdidas creen que defender los derechos humanos es defender a los criminales, cuando en realidad se trata de defender y conservar nuestra propia humanidad. No son pocos los que piden suspender los derechos básicos y grupos de exterminio que actúen bajo el cobijo de autoridades que encuentran más conveniente ver para el otro lado y preparar un discurso para negarlo todo.

Debe ser el miedo, no le encuentro otra explicación, el que le ha dado vuelta a nuestra lógica y nos ha llevado a creer que la violencia se resuelve con más violencia. Cada vez que escucho a alguien o leo en redes sociales  a alguien que dice que "lo mejor es matar a todos los mareros", no puedo más que concluir que nuestro país ha sido seducido por la violencia, la cual ha provocado una sed de venganza.

Parece claro que hemos olvidado el pasado reciente y todas las vidas que nos costó lograr un estado, un sistema de justicia y seguridad que por lo menos considere entre sus prioridades el respeto a los derechos humanos.

Esos grupos de exterminio ya tuvieron un papel importante en la historia de El Salvador, ya hubo ejecuciones sumarias, por miles. Ya pasamos una época en la que tratamos de terminar con el fuego arrojándole gasolina, eso nos llevó a una espiral de violencia que fragmentó a la familia, a la comunidad, a la sociedad, a la economía y al país entero. No nos conviene cometer el mismo error otra vez.

Las pandillas, la violencia, el narcotráfico son un incendio en nuestro ecosistema. Como a cualquier fuego hay que dejarlo sin material combustible, se le debe cortar su fuente de alimento y al mismo tiempo golpearlo con fuerza para extinguirlo por completo.

Las pandillas y el narcotráfico se afincan ahí donde el tejido social ha sido destruido por décadas de exclusión, olvido y negligencia. El tejido social puede reconstruirse con solidaridad, reconociéndonos a nosotros mismo en los otros y asumiendo la responsabilidad de reparar todo lo que las generaciones pasadas hicieron mal, lo que nosotros hemos preferido ignorar o dejar en manos de otros.

No debemos perder de vista que los muros, el alambre de púas y los guardias armados no detienen el paso del tiempo, siempre habrá una nueva generación y si no se atienden los problemas que dieron origen a las pandillas nunca se les podrá llevar a su fin definitivo.

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